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El talón de Elías

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La Campaña



Colaborando en esta campaña preventa recibirás el libro en casa antes de que entre en circulación, para que esto sea posible nos hemos propuesto alcanzar en torno a 40 reservas, para iniciar los procesos de edición justo después de finalizar la campaña; en un plazo de unos meses.



La Novela



Elías Kahan es un Matsil, un hombre con el don maldito de devolver la vida. Vive oculto, atormentado por un pasado trágico: resucitar a quien amas tiene un precio terrible. Pero Salomón Ben Meir, un magnate desesperado, lo obliga a romper su única regla (Nunca mujeres) para traer de vuelta a su hija suicida. El acto sale mal. Marianne regresa, pero no vuelve sola.



Perseguido por agencias de inteligencia y entidades oscuras, Elías debe recurrir a Tito, un exmilitar con un poder aún más crudo, y a su antiguo equipo de operaciones especiales. Desde París hasta una clínica criogénica en Suiza, pasando por una Andorra sitiada, lucharán en una guerra secreta. El Talón de Elías es un thriller donde la resurrección no es un milagro, es una deuda de sangre que siempre se cobra.



El Autor



Vicent Escrivà Agud posee una voz literaria propia y difícil de encasillar. Sus obras son inmersiones valientes en la psique de personajes moralmente ambiguos, ni héroes ni villanos, sino profundamente humanos. No teme adentrarse en territorios oscuros, mezclando la adrenalina del thriller con un suspense psicológico que atrapa. Lo que distingue su narrativa son los toques paranormales, integrados con una lógica brutal que añade profundidad sin caer en el artificio. Su atención al detalle revela las motivaciones ocultas de sus protagonistas. Escrivà no solo cuenta historias; las habita e invita al lector a hacerlo, dejando una vibración que perdura. Es el creador de la saga Resurrector, un universo donde la vida y la muerte difuminan sus fronteras.





«El Talón de Elías no es solo un thriller; es un desafío. ¿Qué harías si tuvieras el poder de un resucitador pero la fragilidad de un hombre? Escrivà te arrastra a un mundo donde el espionaje internacional choca con lo sobrenatural. A través de Elías, un protagonista atormentado por un don que es también su condena, explorarás los límites de la lealtad y la venganza. Si te gustan las tramas inteligentes, los giros que te dejan sin aliento y los personajes que se quedan contigo mucho después de cerrar el libro, esta novela es para ti. Prepárate para cuestionar la naturaleza de la muerte y descubrir que, a veces, volver a la vida es el verdadero infierno. Una lectura adictiva y visceral.»



Una Muestra



«Lunes por la tarde en París, víspera de Rosh Hashaná. Una lluvia obstinada oscurecía el atardecer. Desde la penumbra húmeda del portal en la rue des Rosiers, Joseph observaba las luces extinguirse. El aire olía a challah recién horneado y a asfalto mojado. Una mezcla sagrada y profana: el calor dulce de la víspera santa luchando contra el hedor agrio de la alcantarilla.



            Para Joseph, todo olía a fracaso. El miedo no era una idea; era el sabor metálico del cobre en el fondo de su garganta, el gusto amargo de la ansiedad. Era el sudor frío pegándole la camisa a la espalda bajo la gabardina. Había susurrado el nombre de la leyenda (Matsil) al oído roto de Salomón, y ahora la leyenda venía a cobrar. Temía que el milagro no funcionara. Temía, aún más, que sí lo hiciera.



            El sabor aferrado de la ansiedad mezclándose con el aire húmedo del portal. ¿Quién en su sano juicio se embarcaría en esto? Nadie. Excepto un padre destrozado como Salomón Ben Meir. Recordó las negociaciones, no con Matsil directamente —eso era imposible—, sino con aquel rabino esquivo, casi una leyenda urbana él mismo. Un hombre que traficaba con el secreto de la vida y la muerte como si fueran gemas exóticas. Las condiciones eran tan extrañas como el propio servicio: fe ciega, esperanza inquebrantable… y una tarifa que hacía palidecer el brillo de los diamantes más puros, disfrazada en parte como «pago extra en caridad», quinientos mil euros. Un servicio exclusivo, sí, para los pocos en el mundo que podían permitirse tentar al destino y comprar un milagro.



            Y funcionaba. Tenía que aferrarse a eso. Recordó el caso del empresario belga, hacía un par de meses. El secretismo, el hedor a hospital y perfume caro, la causa de muerte vergonzosa que todos murmuraban en voz baja —una operación en las partes íntimas que salió mal—. Matsil lo había conseguido. Él mismo, Joseph, había sido quien negoció aquello, quien luego confirmó discretamente el «rumor» en los círculos adecuados, cimentando su propia reputación como el hombre que tenía la llave a lo imposible. Esa reputación, y la vieja amistad con Salomón —además de su ojo para las piedras preciosas—, era lo que lo había traído hasta aquí, hasta este portal bajo la lluvia, esperando facilitar otro milagro.



            Pero esta vez era diferente. Era Marianne. La hija de Salomón. La confianza depositada en él era absoluta, casi tan pesada como la fortuna en diamantes prometida si Matsil obraba su magia. El fracaso no era una opción.



            El crepúsculo se espesaba, tiñendo la lluvia de un gris plomizo, cuando las luces de un taxi perforaron la penumbra al final de la rue des Rosiers. A Joseph se le agarrotó el estómago. ¿Sería él? El vehículo aminoró, fue detenido brevemente por una patrulla militar —la seguridad reforzada por la festividad, una complicación más que erizó los nervios de Joseph—. Vio a Salomón Ben Meir salir al portal, la impaciencia grabada en su rostro pálido, flanqueado por dos ancianos de la familia cuyas barbas blancas temblaban ligeramente, sus ojos cargados de una incredulidad temerosa ante lo que Joseph les había prometido.



            Finalmente, el taxi se detuvo frente a ellos. La puerta trasera se abrió y una figura descendió con calma bajo la llovizna obstinada. Salomón parpadeó, desconcertado. No era un rabino venerable, ni un místico imponente. Era… joven. Sorprendentemente joven, quizás de la misma edad que Joseph, aparentando apenas treinta y pocos años. La decepción golpeó primero a los ancianos; Joseph vio sus cejas arquearse, sus labios moverse en murmullos inaudibles.



            La figura avanzó hacia la luz del portal. Vestía con una indiferencia que rozaba el insulto: una sudadera oscura con la capucha aún calada, ocultando parcialmente un rostro con barba descuidada de varias semanas; pantalones vaqueros gastados y unas zapatillas blancas que ya absorbían el agua de los charcos. Nada en él sugería poder, ni santidad, ni respeto por la tradición o el duelo que los embargaba. Era la antítesis de la leyenda susurrada, un enigma andante.



            Se detuvo frente a Joseph sin ofrecer saludo, solo un leve movimiento de cabeza, un gesto parco que parecía preguntar: —¿Y bien? ¿Ahora qué? —. Por un instante, bajo la capucha, Joseph creyó vislumbrar unos ojos insondables, cargados de un cansancio infinito. Justo entonces, un agente de la seguridad privada de Ben Meir, cumpliendo el protocolo, se adelantó con el detector de metales—. ¡No! —, siseó Joseph, interponiéndose con una brusquedad que sorprendió incluso a sí mismo, empujando al guardia.



            —¡Guárdate eso! —. El guardia retrocedió, ofendido y confundido. Matsil ni se inmutó. Sin perder un segundo, Joseph rodeó con un brazo al recién llegado, sintiendo una extraña quietud bajo la tela húmeda de la sudadera, y lo guio escaleras arriba. Pero el contacto le provocó un escalofrío que no era de la lluvia parisina. Bajo la sudadera, el cuerpo de Matsil no transmitía calor. Era una quietud antinatural, una densidad fría, como tocar mármol en una cripta. El cansancio infinito que Joseph vislumbró en sus ojos no era fatiga; era el vacío helado de alguien que pasa demasiado tiempo con un pie al otro lado del velo.



            El murmullo de los familiares reunidos en el rellano del segundo piso los recibió como una ola de dolor y expectación, sus miradas clavadas en el desconocido, preguntándose quién era aquel joven desaliñado que irrumpía en su duelo.



            Matsil avanzó entre el corrillo de familiares como si flotara, ajeno a las miradas de asombro o a los murmullos que cuestionaban su aspecto desaliñado, tan alejado del rabino que la mayoría esperaba. La madre de Marianne, con los ojos hinchados y la mirada perdida —Joseph notó el efecto de los calmantes que el médico le había administrado—, se adelantó e intentó tomarle del brazo, balbuceando una súplica ahogada. Matsil la esquivó con un movimiento casi imperceptible, sin detenerse, su atención fija únicamente en Joseph.



            —¿La habitación? — preguntó, su voz baja, neutra, cortando el aire espeso de duelo.



            Joseph, sintiendo un sudor frío, asintió y lo guio por el pasillo alfombrado hasta la puerta al final. Matsil puso una mano en el pomo.



            —Déjenme solo —, ordenó sin volverse.



            La puerta se cerró. Dentro, el silencio era diferente. Pesado. Y el olor… Matsil aspiró, esperando el perfume de los lirios y el formaldehído. Pero él no olía eso. Los Resucitadores huelen la verdad.



            El toque químico, casi metálico no era un antiséptico. Era el olor inconfundible del hierro oxidado de la sangre seca. Y el olor dulzón y empalagoso no eran las flores; era el primer susurro de la corrupción celular, un perfume dulzón a melocotón podrido que solo su don maldito le permitía detectar.



            Se acercó. Apartó la sábana.



            Una chica. Joven. El rostro era angelical, sí. Una puta mentira piadosa. Y entonces el flashback lo golpeó, borrando París.



            El olor a sangre seca en esta habitación se mezcló al instante con el hedor a pólvora de Líbano, con el polvo de yeso y el perfume barato de gardenias que usaba Noa. Vio el cabello rubio extendido sobre la almohada y solo pudo ver el cabello oscuro de Noa pegado a la metralla. La misma quietud. El mismo puto fracaso. Esta habitación era la habitación de Noa.



            Sus ojos, automáticamente, buscaron las muñecas, rezando por un accidente, por un fallo cardíaco. Allí estaban. Las cicatrices finas. Y luego, superpuestas, las otras. Profundas. Perpendiculares. Precisas.



            Suicidio.



            La palabra en su mente fue peor que el olor a muerte. Fue la confirmación de una elección. Ella quería irse. Y esta familia quería que él la secuestrara de vuelta al infierno del que había escapado.



            La furia impotente y la tristeza profunda lo invadieron. Abrió la puerta de golpe.



            —¿Joseph? —. Su voz, aunque baja, resonó en el pasillo cargada de una tensión eléctrica. La confrontación era inevitable.



            Joseph dio un respingo al oír su nombre. Vio a Matsil en el umbral, su silueta recortada contra la luz del pasillo. La calma aparente se había roto.



            —¿Qué pasa, Matsil? ¿Algún problema?



            Matsil avanzó un paso hacia él, sus ojos oscuros fijos en los de Joseph con una intensidad que le heló la sangre.



            —¿Problema? —, repitió, la voz baja, contenida, pero vibrando con una furia fría. —Me has engañado, Joseph.



            La acusación flotó entre ellos, cargada con el peso de años y de recuerdos que Joseph preferiría olvidar. —Yo… ¿cómo que te he engañado? —, balbuceó, retrocediendo instintivamente.



            —¡Es una chica! —, cortó Matsil, el tono de voz resonando con el eco de una advertencia mil veces repetida entre ellos. —Y no murió de un fallo cardíaco, ¿verdad? —. Sin esperar respuesta, se giró y volvió a entrar brevemente en la habitación. Joseph lo siguió, el corazón desbocado. Matsil levantó la muñeca inerte de la joven, dejando al descubierto las marcas brutales y perpendiculares bajo el puño del vestido. —¡Mira! —, ordenó. —Esto no es un accidente. Es una elección. Se suicidó.



            Joseph sintió que el suelo se abría bajo sus pies. —Yo no… no lo sabía… — mintió, la voz estrangulada. —Me dijeron… problema del corazón…



            —Tú lo sabes mejor que nadie, Joseph—, continuó Matsil, y por un instante su voz pareció quebrarse, un eco de dolor antiguo enterrado bajo capas de cansancio. —Nunca… nunca con mujeres—. Hizo una pausa, el silencio cargado de significado. Noa. La palabra no dicha flotaba entre ellos. —Y menos así—, añadió Matsil, señalando las marcas con un gesto de profunda repugnancia y tristeza. —No quiere volver. Lo siento aquí—. Se tocó el pecho. —Siento su rechazo, su miedo… no a la muerte, Joseph. Miedo a volver. No puedo obligarla.



            —¡Pero es una cría! —, suplicó Joseph, sintiendo la desesperación arañarle la garganta. —Una travesura que salió mal… ¡Todos cometemos errores! ¡Sus padres confían en ti! ¡En mí!



            Matsil lo miró con una frialdad que lo traspasó. —La confianza no cambia las reglas. Ni borra el pasado— Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.



            En ese instante, Joseph, en un acto desesperado, salió y prácticamente arrastró a Salomón Ben Meir hasta el umbral de la habitación. —¡Díselo tú, Matsil! —, imploró con un hilo de voz. —¡Explícaselo!



            Salomón, con el rostro descompuesto por el dolor, se enfrentó a Matsil. — ¿Qué… qué ocurre? ¿Por qué no…?



            —Su hija no quiere volver, señor—, interrumpió Matsil, su voz ahora teñida de una profunda fatiga, casi de resignación. —Ha tomado una decisión. Debemos respetarla.



            —¡No! ¡Eso no es cierto! —, gritó Ben Meir, aferrándose a Matsil, sacudiéndolo con la fuerza de la desesperación. —¡Es un trastorno pasajero! ¡Una enfermedad! ¡La curaremos, la llevaremos a los mejores médicos! ¡Por favor! ¡Por favor, tráigala de vuelta! ¡Se lo suplico!



            Matsil intentó zafarse, la angustia del padre era casi física, pero negó con la cabeza. Se tocó otra vez el pecho. —Siento su rechazo, su miedo. Miedo a volver. — Bajó la mirada como si escuchase dentro de sí una súplica— Tiene miedo de mí, sabe que la puedo volver a traer.



            Justo entonces, la madre irrumpió en la escena, intuyendo la catástrofe. Se arrojó a los pies de Matsil, aferrándose a sus piernas, sus sollozos rasgando el aire tenso.



            —¡Mi niña! ¡Mi Marianne! —, gemía. —¡Que vuelva, haremos lo que quiera! ¡Se irá, si quiere, pero que vuelva! ¡Resucítela, por favor! ¡Señor, se lo imploro! ¡Le daremos lo que pida! ¡Doblaremos el precio! ¡Lo triplicaremos!



            Matsil cerró los ojos, atrapado entre la súplica desgarradora, la mirada aterrada de Joseph y el peso de sus propios fantasmas. — Señora… —, comenzó, pero las palabras se perdieron. No era el dinero. Era algo mucho más profundo, más oscuro, más peligroso.



            —¡Espere! —, gritó Salomón Ben Meir, con la voz rota por la desesperación. Salió disparado de la habitación, dejando un silencio vibrante y tenso.



            Matsil lanzó una mirada cargada de reproche a Joseph, quien desvió la vista, pálido y encogido. Por un instante fugaz, Matsil consideró marcharse, simplemente atravesar el corrillo de dolientes y desaparecer en la lluvia parisina. Pero el regreso apresurado de Ben Meir le cortó la retirada. El empresario portaba ahora dos maletines idénticos, uno de elegante cuero blanco, otro de un negro ominoso, que depositó en el suelo con una firmeza que contrastaba con el temblor de sus manos.



            Abrió el blanco con un clic metálico. Un resplandor frío y deslumbrante brotó del interior, bañando sus rostros. Sobre el forro de terciopelo carmesí, una colección de diamantes tallados —Joseph reconoció al instante la colección— de tamaño y purezas extraordinarios, brillaban con una luz gélida y perfecta.



            —Esto vale millones—, dijo Ben Meir, ahora con una voz peligrosamente calmada, casi metálica. —Son suyos. Íntegros. Si la trae de vuelta —. Sus ojos se clavaron en los de Matsil, y luego señaló el maletín negro con un gesto breve y brutal. —Y si no… usted elige con cuál se queda—. La amenaza, desnuda y directa, flotaba entre ellos como un veneno. Dentro del maletín negro se adivinaba una pistola de fabricación israelí.



            Matsil apartó la mirada de los diamantes, su brillo reflejando solo la desesperación humana. Observó el rostro desencajado de Salomón, la súplica de la madre, la mirada aterrada de Joseph.



            Atrapado. De nuevo. Atrapado por el dolor ajeno, por la violencia implícita de un padre déspota, y por encima de todo, por su propio y maldito don. El eco de Noa le gritaba que huyera.



            Exhaló. El aire salió de sus pulmones no como un suspiro, sino como el polvo de una tumba.



            Asintió una sola vez, lentamente.



            —Está bien.



            Su voz no era ronca. Era muerta. Era el sonido de un hombre aceptando volver a caminar por el infierno con los ojos abiertos.



            —Lo intentaré.



            Los padres contuvieron el aliento, un atisbo de esperanza salvaje en sus ojos. —Pero—, añadió Matsil, mirándolos fijamente, — hay una condición—. Su voz, aunque baja, era firme, innegociable. —Si vuelve… si consigo traerla… ella viene conmigo. Inmediatamente. Lejos de aquí. Lejos de… todo esto.



            —¡Sí, sí! ¡Por supuesto! ¡Lo que sea necesario! —, asintieron frenéticamente Salomón y su esposa, aferrándose a cualquier tabla de salvación, ciegos a las implicaciones, solo deseando recuperar a su hija. —¡Pero, por favor, sálvela! ¡Sálvela!



            Matsil no respondió. Con la misma calma exterior que ocultaba su propia crucifixión interna, se dio la vuelta y volvió a entrar en la habitación... cerrando la puerta tras de sí. El eco de la promesa forzada resonaba en el aire viciado de la habitación, mientras se preparaba para profanar, una vez más, la paz de los muertos.»



Media



Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito93 y Vicent Escrivà Agud os lo agradeceremos 


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location Córdoba, España
Bunker Books irrumpe en 2019 con el propósito de convertirse en un sello editorial de referencia en narrativa literaria, contando con Distrito 93 (sello especializado en género negro y denuncia social en lengua española) y Malas Artes (juvenil, fantasía, sci-fi y terror). Nuestro fondo se nutre de autores que, con independencia de si arrastran una dilatada carrera literaria o aún están dando sus primeros pasos en estas lides, ofrecen una innegable calidad narrativa que aguardamos satisfaga a propios y extraños.
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