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La historia comienza cuando un hombre sin nombre, un anónimo, comienza a trabajar en un matadero. Este, claro, es sólo un trabajo más, un trabajo que le permite costearse la vida. Sin embargo, se acaba por convertir en una metáfora del efecto que el ejercicio de un oficio puede llegar a tener en una persona, el cómo la tarea misma del trabajo puede llegar a "animalizar" a un hombre, hasta el punto de que el resto de los hombres parecen convertirse —a ojos de nuestro protagonista— en los mismos animales que pueden llegar a pasar por el matadero, y cómo la indolencia producida por la aceptación de esta realidad, le lleva a una indiferencia total hacía todo lo que ocurre, a una desafección espiritual, que lo convierte en una especie de Sísifo, consciente del absurdo en el que vive.
Markel Torralba. Nacido en Vitoria-Gasteiz en el año 1995. Licenciado en filosofía, aunque posteriormente ha seguido desarrollando su interés por la condición y la conducta humana, no tanto ya desde una visión académica, sino más bien desde un punto de vista más artístico, en campos como el de la fotografía, el sector audiovisual o el literario.
«Mis obras se ciñen a la búsqueda de una mirada introspectiva por parte del propio personaje, una mirada a la propia naturaleza de estos, que, arrojados al mundo, han de sobrevivir en él. No viven grandes aventuras, por lo tanto, ni se enfrentan a situaciones extraordinarias, sino que el foco de atención lo pongo en cómo estos personajes son arrastrados por su naturaleza, teniendo, a menudo, incluso que combatir contra sus propias fuerzas, como si vieran en el destino una especie de enemigo imbatible, pero al que se ha de plantar cara igualmente, en una especie de lucha del individuo contra su propio yo. En último término, lo que en mis obras busco es plantear la cuestión de lo que significa ser y estar en el mundo, y cómo la realidad está sujeta a la visión del individuo que tiene de este.»
«Nunca he sido feliz. Y supongo que empezar a trabajar en un matadero no iba a cambiar eso, precisamente. Algunos de los chicos, de hecho, en lo que supongo que no era más que un intento de querer impresionarme, lo llamaban el descuartizadero. De todos modos, yo ya había visto mucho para entonces, y no me iban a achantar por algo así. Yo era, cómo decirlo, carne nueva para ellos: un polluelo en cuestiones de hombres. Y debían probarme. Sin embargo, me reí. Y es que si pensaban que podrían impresionarme tan fácilmente, ¡lo llevaban claro! No, yo ya había sufrido un buen cupo de humillaciones hasta el momento, y nada de aquello podía hacer mella en mí. Yo estaba de vuelta de todo, lo que se dice. Insensibilizado. Y todo me daba igual. Aun así, he de admitir que el efecto que aquel olor habría de producir en mí no era algo que yo hubiese podido predecir en un principio. Pero cuando llegué, sin duda me recorrió aquella nausea por todo el cuerpo. Lo reconozco. Aunque creo que me supe contener bien, dadas las circunstancias -pues aún no estaba familiarizado con ese hedor que tan penetrante resultaba, especialmente para la carne nueva-. Y es que se trataba de un olor… cómo decirlo, un olor a algo así como a ganado. A corral. Pero con algo que yo no supe distinguir en un inicio. Aunque acabaría conociéndolo bien, claro, pues se trataba del olor de las tripas. Pero en ese momento yo no supe reconocerlo.
La primera impresión que tuve del matadero, cuando lo vi, tampoco fue, desde luego, la de un lugar que me permitiera abrigar alguna esperanza en un futuro mejor. No, yo ya sabía dónde me metía. Pues ante mí no había más que un viejo edificio, a las afueras de la ciudad. Un edificio completamente desconchado por afuera, y al que se le presuponía un color rojizo -o que, al menos, lo había sido alguna vez-. Aunque la verdad es que parecía estar completamente abandonado. Parecía una ruina, vaya. De hecho, si no hubiese sido por el olor, cualquiera hubiese dicho que, en efecto, aquel viejo edificio se encontraba abandonado. Así que no, no puede decirse que fuese una gran primera impresión la que yo tuve. Pero, bueno, que de algo hay que vivir, ¿no?, me dije. Así que me encogí de hombros, dispuesto a remangarme y hacer lo que hubiera que hacer. ¿Acaso no andaban buscando personal? ¡Pues ahí estaba yo! Listo para dar el callo. ¡Y que un trabajo es un trabajo, vaya! Como cualquier otro. Además, ¿acaso no había oído yo decir eso de que el trabajo es algo que dignifica? Ay, me exponía, por lo tanto, a tomar el camino honrado. ¡Un camino recto! Aunque, siendo sinceros, pues que eso de la dignidad… pues que es que es algo que aún está por ver, la verdad. Porque, por lo que mi respecta… bueno, pues que me parece que eso es más que una pura patraña, ¡y de las gordas, además! Porque yo, al menos, nunca me he llegado a cruzar con esa tal doña dignidad… Sino que más bien, si con algo me he cruzado, es con todo lo contrario. Vaya, que a mí no me entusiasmaba, precisamente, la idea de tener que que deslomarme por cuatro duros. En definitiva, que parecía una gran tomadura de pelo. Y es que ¿qué hay de digno en hacer algo que uno no quiere hacer sólo porque tiene que echarse algo a la boca? Vaya, que si me preguntasen a mí… pues que diría que, eso de trabajar, no es más que una canallada. Y que no tiene nada más que ver que con la necesidad. Con la pura y dura necesidad. ¡Y que ojalá que yo no tuviera que llenarme las tripas, caray! Porque si no tuviera que comer… pues que viviría echado en el hierba, como un animal, viendo cómo sopla el viento, ¡y a la sopa boba! Ya lo creo.
Pero en fin… que yo, un servidor, no soy más que brazos y piernas. Y que tampoco hay mucho más que eso entre las gentes, me parece a mí. Que lo yo quiero decir en el fondo es que ojalá hubiese nacido sin tener que dar un palo al agua. En cuna de oro y noble de nacimiento. ¡Vivir de las rentas, vaya!, si hace falta. Pues buena vida es esa… tumbado a la bartola, y pegando palos a los pobrecitos para que hagan las cosas por uno, ¡je, je, je! Nada mal, no... ¡Mejor que trabajar!, eso seguro.
Y mientras entraba por la puerta de aquel viejo y destartalado edificio, más me decía ¡pues que no me faltaba razón en ese punto! Porque, en definitiva, aquel no era más que otro trabajo miserable. Uno más. Y que, maldita suerte la mía… que yo no podía vivir de esclavizar a los demás.»
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93, Markel Torralba os lo agradeceremos.