Colaborando en esta campaña preventa recibirás el libro en casa antes de que entre en circulación, para que esto sea posible nos hemos propuesto alcanzar en torno a 50 reservas, para iniciar los procesos de edición justo después de finalizar la campaña; en un plazo que puede rondar los 2-3 meses.
En las tranquilas aguas del puerto Torrevieja de los últimos días de noviembre aparece el cadáver de una hija de la Generalitat, la adolescente Elena Romero, tutelada por la Administración autonómica.
El sargento de la Policía Judicial Otis Uriarte, cuarentón melómano en horas bajas que regresa al servicio tras un año de suspensión, y el cabo Santillana, un joven mujeriego aficionado a garabatear versos, deberán resolver el caso a la contra de un centro de acogida que ha cerrado filas. La investigación les conducirá a lo largo del sureste patrio, donde el almanaque no conoce estaciones intermedias, sumergiéndose en la marea de secretos que rodean a las empresas de lo social, las adjudicaciones públicas, los turbios negocios políticos y la servidumbre de los medios al servicio del poder.
David Quesada (Orihuela, 1983) es Diplomado en Trabajo Social y Licenciado en Sociología, especializado en Gestión Pública Local. Ha desarrollado su carrera profesional desde el ámbito privado y asociativo hasta recalar en el ente público como Coordinador de Proyectos del Departamento de Servicios Sociales. Ganador y finalista de varios certámenes literarios de relatos breves y narrativa ha publicado, en este género, Nina tenía razón (2014) y El reloj del boxeador (2020).
«Torrevieja son dos ciudades distintas; polos del breve invierno y el largo verano, la enseña del salvaje urbanismo que mancha de hormigón el levante, oros y bastos de los palos de la baraja, kilométricos atascos en la nacional y salitre en el pellejo, corruptelas y verbenas, la amas o la odias, agoniza pero nunca muere… La ciudad es, por derecho propio, puro género negro, un personaje más entre las páginas de la investigación del asesinato de una adolescente».
«La arenisca arrastrada por el viento de lebeche desde la playa de Los Náufragos punzaba como una cuchilla de afeitar, obligando a entornar los ojos para distinguir el final del muelle en donde la oxidada maquinaria había sido testigo del agónico transitar de los viejos barcos hacia unos caladeros secos. A un lado del dique de Poniente la seguridad del agua estancada; al otro el peligro del engañoso Mediterráneo.
Cuando llegó aún no había amanecido, y solo la débil línea de la aurora rompía el horizonte de plomo en la noche de aquellos últimos días de noviembre. Permanecía inmóvil, hipnotizado por la espuma irisada que levantaban las olas al golpear contra el casco de los arrastreros. Maquinalmente, extrajo el paquete de tabaco del bolsillo del abrigo.
—«No hay nada peor que una imagen brillante de un concepto borroso» —leyó la nota manuscrita que ocultaba las advertencias sanitarias de la cajetilla.
Ojeó el broche de fieltro prendido en su solapa y resolló un marchito aliento de desánimo. Haciendo pantalla con la mano, encendió el cigarrillo y aspiró una intensa calada para sosegar los demonios que escarbaban sus tripas.
El color azulado de sus ojos se volvió vidrioso cuando bajó de nuevo la mirada al agua turbia, agitada por el repiqueteo de las primeras gotas de lluvia, sobre la que flotaba algo más que la pátina de combustible de las embarcaciones de recreo y buques de carga, los crustáceos y peces muertos, los plásticos y maromas desgastadas…
—¿Sentado en el muelle de la bahía, Otis? —preguntó Santillana, recién llegado.
—¿Cuánto llevas esperando para soltarlo? —contestó con hastío que escondió detrás de otra calada.
—Desde que ha llamado Central para sacarme de la cama. ¿Hace mucho que estás aquí?
—Apenas media hora.
Santillana asintió sin apartar la vista de las olas. Era el compañero más joven que Otis había tenido en todos sus años de servicio: un treintañero atlético, fibroso y magro, con cuerpo de nadador, rostro anguloso y vivos ojos castaños. Habían transcurrido cinco años desde la purga de Los Apóstoles, cuando Santillana fue trasladado como cabo a la Policía Judicial torrevejense desde un pueblo manchego.
No articularon palabra, con la mirada fija en el mismo punto líquido a sus pies, en el que toda ola desde mar abierto se quiebra y en dos recogidas ensenadas se desgaja. El nudo en su estómago, el único signo de que no estaba completamente muerto, seguía ahí. Pensaba Otis que al regresar se habría desvanecido definitivamente esa señal de que aún le afectaba su trabajo; de ser así hubiera renunciado aquella misma mañana».
Por otro lado, independientemente de que colaboréis realizando vuestra reserva o no, en ocasiones no se puede, sería una inestimable ayuda que os hicieseis eco de esta campaña a través del boca-oreja o por redes sociales... la Cultura, Distrito 93 y David Quesada os lo agradeceremos.