Hermoso y tierno relato sobre los animales que acompañaron su existencia. Monólogo interior dirigido a una singular receptora, Chunga, su gata. Chunga puede enseñorearse escuchando desde la jardinera de la terraza, donde nutre otras vidas, la vida de Yira, la tigrilla de Campeche, el oso Din, el lagarto que no pasó de un metro, o Navajo, el insólito mapach. Vidas que se entrelazan y tejen un tapiz único con recuerdos de una infancia en Compostela y del trópico, junto a reflexiones sobre la vida, los seres humanos y los animales. Con ellos aspira Concha a formar parte de las grandes praderas, en interconexión y equilibrio con la naturaleza, donde también caben las orondas y espantosas arañas de Paizás, las moscas y los tábanos, si ello es necesario, para que vuelvan las golondrinas.
En palabras de Ramón Ayala, escritas en 1983: «Lo que en sus páginas nos cuenta Concha acerca de los varios animales que a lo largo de su vida marcaron una huella en esa sensibilidad suya, la frescura y pureza de su trato con esas bestias recogidas, cuidadas, observadas y queridas por su dueña me incita a meditar sobre la actitud, o las actitudes, que hoy en día nosotros, en medio de la civilización urbana, mantenemos con los seres vivos de otras especies biológicas».
Tandaia es una editorial con voluntad de cambio, de publicar obras poco convencionales pero de indudable calidad, con nuevas y refrescantes ideas como es el emplear una campaña preventa para promocionar cada título cuando esta todavía se encuentra en proceso de edición.
De este modo eres tú, ahora que te estás planteando cómo colaborar, el que decide si la obra que te presentamos verá la luz pasando a formar parte de nuestro catálogo... porque consideramos al lector parte fundamental del proceso.
Hoy te presentamos a Concha Castroviejo (Santiago de Compostela, 1910 - Madrid, 1995).
Periodista, escritora y crítica literaria. Recibe esmerada educación, aunque formaba parte, en palabras de Borobó, de «aquelas lindas nenas da burguesía galaica cuxos pais preferían, aínda, que non estudasen o bacharelato nin fosen á universidade». Pese a la oposición paterna hace el bachillerato y se matricula en Filosofía y Letras. Forma parte entonces de los círculos de jóvenes entusiastas con la República y con el Estatuto de Autonomía de Galicia entre los que se encuentran Borobó, Paco Comesaña, Carballo Calero y Joaquín Seijo, con quien proyecta casarse en julio de 1936. El golpe de Estado franquista lo rompe todo. Se exilia en México con Seijo donde nace su hija M.ª Antonia. Retorna a Santiago en diciembre de 1949. Trabaja en La Noche y en 1953 se traslada a Madrid, en donde trabaja en el diario Informaciones.
Allí es pionera en difundir figuras y textos de la literatura del exilio, con insistencia en los gallegos: Dieste, Arturo Cuadrado, Neira Vilas, Luis Seoane. Contribuyó al lanzamiento de la literatura hispanoamericana (reseñó la primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros).
Miembro de la Asociación Internacional de Críticos Literarios, es autora de las novelas Los que se fueron (1957), uno de los textos narrativos más tempranos sobre la experiencia del exilio escritos y editados en la España franquista, y Víspera del odio (1958), novela fuerte, dura, de trazos expresionistas a la vez que claro alegato feminista. Publica también literatura infantil y juvenil, como la colección de cuentos infantiles El jardín de las siete puertas (1961), y Los días de Lina (1971).
Una enfermedad vascular y degenerativa la retira de la vida pública desde 1986. Muere en 1995 en su soleada casa de Ribera del Manzanares en Madrid.
«Yo de los animales creo haber aprendido lo que es la verdad de vivir y la dignidad de morir», nos dice la autora en un ameno y hermoso relato capaz de seducirnos, fascinarnos. El modo de observar, cuidar y relacionarse con todos esos animales, exóticos la mayor parte de ellos, interpela a nuestro propio ser sobre el modo en el que nos situamos en el mundo, sobre la creencia de nuestra superioridad y nuestro derecho a alterar y destruir la naturaleza que habitamos y con la que estamos interrelacionados. Esta obra constituye una defensa de la comunión y el equilibrio con la Tierra que habitamos.
La limpia prosa de Concha Castroviejo nos conduce también, a través de pinceladas de memoria y recuerdos, a su infancia en el primer internado, con su cuna, en el Colegio de La Enseñanza, la mecedora de la madre Chirinos y el permiso del obispo para usarla, las peculiares clases de historia de una madre muy anciana, Doloriñas, Pampín y el entrañable señor Senén, así como la lluvia de su tierra y del trópico o el inefable sonido de las campanas de su ciudad en lejana añoranza.
Y por aquí una muestra de lo que encontraréis en sus páginas:
«Recuerdo ahora los veranos de mi infancia en aquella casa que fue para mí el pozo de todas las bellezas, de todas las glorias y de todas las delicias. Quedaba sola durante el invierno hundida en el valle frondoso y húmedo, y revivía culminada la primavera, abierta a sus lluvias, pero también a la luz y al sol. Las grietas de sus muros, las cuevecillas de sus vigas, eran durante meses del año albergue, refugio y criadero de arañas. Tarea difícil desalojarlas, acabar con ellas no parecía posible. Nunca, ni en tierra de trópico, vi arañas tan orondas, tan lozanas, tan robustas, tan poderosas, tan atroces, las había casi, así me lo parecía al menos, del tamaño de las bolas de cristal que entonces taponaban las botellas de gaseosas; peludas las patas, sólidas y recias como mínimos cangrejos; los ojos brillantes y malignos, negro el cuerpo con irisaciones de agua corrompida; definitivamente espantosas. Es verdad que en zona campesina y de pastos, poblada de vacas y bueyes, sin contar los borriquillos, las moscas superaban en mucho a las arañas y formaban, qué recuerdo el de las tardes de tormenta, nubes abrumadoras; y que saliendo a la zona de frutales, las avispas, si no superaban a las moscas, se bastaban para hacerlas buenas, como pasaba con los tábanos. Todo perfecto, porque por ello y gracias a ello llegaban las colonias de golondrinas a anidar en los aleros y sacaban sus nidadas y alegraban el aire y la tierra hasta la llegada del otoño. Pero las arañas fueron para mí el terror de aquellos felices veranos. Después pude saber que la araña es uno de los animales más perfectos de la Creación, una maravilla de estructura, de funcionamiento, de posibilidades de vida. Su forma, que responde a otras exigencias, era entonces a la vista solo fealdad, a la sensibilidad solo escalofrío. (Chunga, convivir con arañas no es de todos modos mi ilusión, ni con moscas ni con avispas ni con tábanos, pero si en las Praderas del Gran Espíritu fueran necesarias para que llegaran las golondrinas, sucede que tú y yo íbamos a aceptarlas)».
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