En 2015, durante unas breves vacaciones en Barcelona, Arabella Krumm —de madre española y padre alemán, 35 años— conoce a Juan Scatagliota, español con raíces italianas de 63 años quien, al piano, entretiene la nostalgia de los que disfrutan de la noche.
A lo largo de una semanam crece entre ambos una amistad profunda y hermosa, ajena al romance amoroso. La mañana en que se despiden, Juan le ofrece un misterioso obsequio: siete cuadernos manuscritos en los que da cuenta de ciertos episodios de su vida. Escribió los seis primeros cuatro décadas antes, a sus 23 años, en la ciudad marroquí de Essaouira, mientras que el séptimo y último, lo compone en su casa de Vallvidrera la noche precedente a la despedida, mientras Arabella duerme en el hotel.
La infancia de Juan en un pueblo de la España marinera donde creció, su vocación musical, las personas importantes de una vida errante acaecida en dispares escenarios: Lisboa, Roma, La Habana, Puerto Padre, Nueva York, Venezuela, Casablanca y, especialmente, las ciudades de Ámsterdam y Essaouira en la primera mitad de los años setenta… Todo está en los cuadernos. Pero no solo esto, sino algo más; algo que removerá el pasado de Arabella y ocasionará un cataclismo en las entrañas de su memoria.
Solo cerca del final, con agridulce y desbordante emoción, descubre el motivo de ese abismal lapso de silencio —cuarenta años— entre la escritura de los cuadernos sexto y séptimo, así como la causa que mueve a Juan a romper por fin su mutismo. Tal descubrimiento la dejará conmovida, estremecida, desmadejada.
Con un depurado estilo al servicio de la palabra precisa y de unos personajes entrañables, Alfonso Vella construye en Los cuadernos de Essaouira una novela de formación, de amor, de viajes, con un misterioso giro final que es, entre otras muchas cosas, un homenaje a los que nunca se rinden.
Tandaia es una editorial con voluntad de cambio, de publicar obras poco convencionales pero de indudable calidad, con nuevas y refrescantes ideas como es el emplear una campaña preventa para promocionar cada título cuando esta todavía se encuentra en proceso de edición. De este modo eres tú, ahora que te estás planteando cómo colaborar, el que decide si la obra que te presentamos verá la luz pasando a formar parte de nuestro catálogo... porque consideramos al lector parte fundamental del proceso.
Hoy te presentamos a Alfonso Vella.
Nacido en Santoña, Cantabria en 1962, es catedrático de Armonía del Conservatorio Superior de Córdoba. Sus artículos han aparecido en Scherzo, Musicalia, Ni Hablar, ABC, El Espectador y El Pregonero. Durante una década ejerció como crítico musical del diario Córdoba. A tales trabajos hay que agregar los de redactor de programas de mano para diferentes ciclos de conciertos. Alfonso Vella es jugador de ajedrez, actividad que compagina con la música y la escritura, y se proclamó campeón provincial de Córdoba en 2001. Es autor de la biografía Satie: la subversión de la fantasía (Península, 2013) y de numerosos relatos breves. Los cuadernos de Essaouira es su primera novela.
«Los cuadernos de Essaouira, siendo una sola novela, contiene varias en sí. Es en parte una novela de formación, pues cierta porción de ella nos muestra el crecimiento de un niño, su paulatino descubrimiento de las delicias y horrores que alberga la vida. Juan es un niño particular, dotado de una capacidad de observación y una sensibilidad fuera de lo común. En sus primeros años es un niño solitario: no tiene hermanos, vive con su familia en el monte, fuera de la población, sin otros niños cerca. Sus compañeros son los árboles y los perros; tal vez por eso y por su singular emotividad, queda situado en un plano de unión mística con el mundo vegetal y animal; acaso por idénticas razones desarrolla un razonamiento crítico hacia los adultos y hacia ese Ente cuya manera de obrar no alcanza a comprender: Dios.
Esta vertiente de novela de formación trae consigo, inevitablemente, un halo de novela costumbrista. Juan nos habla de su monte, sus árboles, sus perros, pero también de varias personas, y siempre consigue hacerlo extrayendo lo mejor de ellas, con una ternura que —a diferencia de lo que suele suceder— no lo abandona a medida que se hace adulto y con un sentido del humor que a menudo nos obsequia sonrisas, cuando no carcajadas; a este aspecto hilarante contribuyen también en buena medida sus peculiares tíos paternos, Beppo y Flavia.
Los cuadernos de Essaouira cobija también una novela de amor, con sus vertiginosas sacudidas entre la felicidad y la desolación; y otra de misterio, por la discontinua aparición de un enigmático personaje que parece venir de otro mundo. Finalmente, es además una novela de viajes, pues Juan abandona su tierra natal con 21 años, para vivir hasta los 60 una existencia nómada que lo conduce primero a Ámsterdam, luego a Essaouira (dos ciudades que merecerán sendos capítulos de los siete que, junto a un brevísimo epílogo, conforman la obra) y más tarde a numerosos enclaves europeos y americanos.
Juan nos habla de los demás en mayor medida que de sí mismo. Quizá su manera de mostrarse radica precisamente ahí: lo que nos cuenta de los demás y cómo nos lo cuenta, presenta el rastro de lo que acontece en su propio interior.
Creo poder asegurar que Los cuadernos de Essaouira hará reír, también a veces llorar: su narrador principal —hay algunos otros narradores secundarios que no le van a la zaga— posee una mirada sobre la vida que alumbra emociones».
Y por aquí una muestra de lo que encontraréis en sus páginas:
«Don Manuel... El que me bautizó, el que me dio la primera comunión, el que llevaba más de dos años sin verme el pelo… el mismo que tiempo atrás, siendo yo niño, tras escucharme desde el confesionario desembuchar “Don Manuel, que me he cagao en Dios”, no dedicó ni un segundo a cavilar la penitencia sino que abrió la celosía, asomó una mano poderosa, me arreó una santa hostia ?que me quitó las ganas de volver a blasfemar— y dio por concluido el sacramento con un bramido que retumbó en toda la iglesia: “¡Hala, pa casa!”.
El convite comenzó con una enorme fuente de gambas a la plancha, costoso manjar que rara vez se cataba. No me dio tiempo a comer muchas, el vivaracho don Manuel sacó a pasear un virtuosismo para la disección fuera de toda competencia, una maestría incontestable, y se zampó la mayor parte. No digo que fuese mal cura, que yo de eso no entiendo, pero puedo atestiguar que hubiese sido un forense o neurocirujano de primera categoría. Esto de la vocación es así de complejo.
El tío Beppo —intentado impedir que don Manuel arramblara con todo el marisco— trató de distraerlo:
—Padre, siempre he tenido una duda que a veces no me deja dormir bien. El día que Jesucristo multiplicó los panes y los peces, ¿llovía o hacía sol?
—Ahora no, hijo, ahora no… —respondió atropelladamente, al tiempo que alargaba una vez más su mano hasta la fuente. Se las sabía todas.
Todavía hoy me maravillo al evocar los pormenores de su arte. Decapitaba al animalito sin contemplaciones, tomaba la cabeza con la mano derecha y la conducía sin pérdida de tiempo hacia su boca, donde era diligentemente succionada, sorbida hasta la última gota, mientras que la mano izquierda, ella sola, se afanaba en despojar al pobre crustáceo de sus minúsculas extremidades y su fastidioso ropaje chamuscado, hasta que quedaba como Dios lo trajo al mundo. Extraía entonces de entre los labios la cabeza ya reseca, y con simpáticos mohines de glotón diplomado hincaba el diente a esa grácil curvatura distintiva de la gamba difunta. De inmediato, la mano izquierda partía rauda hacia la bandeja cada vez menos llena, trincaba una nueva pieza y enseguida reclamaba y obtenía la colaboración de su compañera para degollar a la víctima cuanto antes. Así, una y otra vez hasta contar diecisiete, que ya es contar. Sin ofrecer señales de fatiga y sin interrupciones, si omitimos brevísimas y metódicas pausas destinadas a sacudirse en la sotana pequeños residuos inservibles o propinar al vino sorbos estrepitosos.
El tío Beppo intervino una segunda vez. El tiempo se agotaba, apenas subsistían cuatro ejemplares a esas alturas, pero aún había lugar para la sorna:
—Pues yo digo que debía de llover. Y otra cosa, padre, ¿nunca multiplicó gambas nuestro señor Jesucristo?
Don Manuel elevó las cejas y puso por un segundo sus palmas hacia al cielo, pinzando la pieza de turno entre índice y pulgar. Sin dejar de relamerse, expelió un vestigio de antena anaranjada y compuso sobre su rostro una mueca que más o menos venía a significar “Y yo qué sé, a mí qué me cuentas, los caminos del Señor son inescrutables, déjame comer en paz”, y siguió a lo suyo».
Sabemos que son tiempos difíciles, también nosotros los sufrimos, y es posible que no te encuentres en disposición de apoyarnos con tu mecenazgo en estos momentos... pero esperamos que si esto te ha llegado al alma, incluso si tal vez conoces en persona al autor, trates de difundir esta campaña (facebook, twitter, blogger, boca-oreja... ) para que alcancemos nuestra meta y Alfonso Vella vea publicada su obra.